Yelo (Soria)

YELO Mi primera intención el día que paré por Yelo era visitar un puñado de pueblecitos del sur soriano entre Medinaceli y Atienza, una de las tierras más despobladas de España. Al final tiró de mí el corazón aragonés que, al parecer, debe latir tras mis decisiones viajeras y seguí por la autovía hasta salirme por Ateca. Así es como llegué a Yelo mal y tarde, cuando ya caía el sol por occidente y llevaba quinientos kilómetros a mis espaldas, …

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YELO
Mi primera intención el día que paré por Yelo era visitar un puñado de pueblecitos del sur soriano entre Medinaceli y Atienza, una de las tierras más despobladas de España. Al final tiró de mí el corazón aragonés que, al parecer, debe latir tras mis decisiones viajeras y seguí por la autovía hasta salirme por Ateca. Así es como llegué a Yelo mal y tarde, cuando ya caía el sol por occidente y llevaba quinientos kilómetros a mis espaldas, después de recorrer los pueblos de la frontera entre Castilla y Aragón. Desde el Valle del Manubles me dirigí hasta Soria, la capital provincial, guiado por el capricho de comerme una hamburguesa vespertina, y es en mi camino de vuelta a Madrid cuando paré por aquí. Tomé la nueva autovía que conduce a Medinaceli entre pinares, primero, y amplios paisajes yermos, después, y descubrí una tierra emocionante de amplias llanuras y suaves colinas salpicadas por modernos molinos, arboledas que siguen el rumor de los escasos y enjutos arroyos y las vías del viejo tren que renquea por el sur de la provincia.
Campos que reventaban en un verdor primaveral que anuncia una cosecha aún algo lejana, interrumpidos por la presencia de pueblos pequeños y preciosos como es Yelo. Paseando por sus calles descubrí un caserío de gran calidad, bien conservado con el mimo que dan el temprano abandono y la posterior vuelta al pueblo de viejos vecinos que marcharon en busca de un futuro y nuevos vecinos que llegan en busca de la paz del mundo rural. Casas enteramente levantadas en una piedra que se tuesta al sol del atardecer. Casas de grandes dimensiones y escasos y pequeños vanos las más antiguas, que buscaban el cobijo del hogar para mantener el calor en un medio de frío cruel. Las casas más renovadas abrían desde sus fachadas amplias ventanas y balcones que, vencido el requerimiento que sus moradores tienen de calentarse gracias a las nuevas tecnologías, buscan la luz un tanto escasa en los inviernos de la estepa castellana. Continúo mi camino y al oeste y el sur del pueblo me topo con sus rincones más más singulares: sus magníficos palomares, la jugosa alameda con la que el río Bordecorex decora sus orillas, la no tan vieja escuela hoy abandonada y una sensacional vista del perfil del pueblo roto por el campanario de su iglesia de origen románico. Vuelvo a las calles y zigzagueo abrazado por las suaves colinas que rodean el pueblo y disfrutando del rumor suave del viento que mece las ramas de los árboles y los brotes inminentes de cereal. Un silencio que ni tan siquiera puede romper el ladrido de algún perro, tal es la soledad y la despoblación de esta bellísima comarca.
© 2017 Jaime Tello García


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