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Cuentan que bajo una encina en la Dehesa de Quecedo tomaba los regidores de la Merindad las más importantes decisiones. Y por eso, digo yo, habrá mantenido el ayuntamiento hasta nuestros días. Nadie diría, paseando por las calles de Quecedo, que este pequeño pueblo burgalés sea capital de nada. Y es que por lo visto, debe ser cierto aquello de que, en el Reino de los Ciegos, el Tuerto es el Rey. Y resulta que Quecedo es el tuerto del valle y la Merindad de Valdivielso, municipalidad cuya cabecera ostenta. Desconozco, sería cuestión de comprobarlo, si Quecedo es capital por ser el más poblado de los muchos y pequeños núcleos habitados contenidos en el municipio aunque es indudable, por la relevancia de la fortaleza y las casonas que se asoman a las calles del villorrio, que este ha debido ser un lugar importante en la historia de las Merindades. El núcleo urbano se asienta en el centro del valle amplio formado por el curso del muy cercano río Ebro, que por aquí aún guarda la esencia del discreto río de montaña que no ha hecho sino empezar su andadura. En la margen izquierda, separada del cauce por algunas campas, se alza exenta, a una distancia del pueblo, la Iglesia de Santa Eulalia, gótica de los siglos XV y XVI, embellecida por la frondosidad de los bosques de ribera que la rodean. Caminando unos metros se acceden a las estrechas calles del casco urbano medieval, en las que despuntan la Torre y el Palacio de los Huidrobo, también del siglo XVI, y algunas casas importantes y blasonadas, como las de los Gómez o Esteban Arco. Entre la exhuberancia de tan insignes construcciones hace acto de presencia el abandono, el porte pintoresco de casas abandonadas, de viejos muros que miran con envidia a otros que han tenido la suerte de resurgir, de la mano del turismo rural y de esa cosa tan moderna de la vuelta al campo. Me despido del recogimiento de las calles de Quecedo acompañado por el ladrido constante de algún perro desconfiado, uno de esos que abundan en lugares tan solitarios como este.
© 2016 Jaime Tello García
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