MONTEARAGÓN Montearagón es castillo, monasterio y Panteón Real, importante monumento de la historia del Reino de Aragón, que gobierna un extenso territorio al norte de la ciudad de Huesca. Antesala y defensa de la sierra de Guara y el Prepirineo, cercado por barrancos y rieras. El emplazamiento de Montearagón es, desde luego, singular y magnífico. Desde lo alto la vista alcanza hasta más allá de su jurisdicción, superponiendo el paisaje árido de la Hoya de Huesca con el verdor que …
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MONTEARAGÓN
Montearagón es castillo, monasterio y Panteón Real, importante monumento de la historia del Reino de Aragón, que gobierna un extenso territorio al norte de la ciudad de Huesca. Antesala y defensa de la sierra de Guara y el Prepirineo, cercado por barrancos y rieras. El emplazamiento de Montearagón es, desde luego, singular y magnífico. Desde lo alto la vista alcanza hasta más allá de su jurisdicción, superponiendo el paisaje árido de la Hoya de Huesca con el verdor que indica la cercanía a las sierras. Al sur se abren los valles que irán ganando entidad hasta morir en el Ebro. Al norte las propias sierras y hacia el oriente, el amplio corredor hacia Barbastro.
Montearagón es además un lugar emblemático del reino aragonés, cargado de la fuerza y la magia que le han otorgado su propia historia. No es baladí mencionar la magia del lugar, ya que monumentos abrazados al paisaje como este no abundan en nuestra vieja península. Un navío varado en el desierto casi monegrino que se abre al norte del reino y al sur de las montañas. Montearagón forma parte de la línea defensiva aparecida en la marca entre Aragón y Cataluña durante la Reconquista y las escaramuzas posteriores, grandes fortalezas militares que, a pesar de los duros designios históricos, han sobrevivido en el tiempo. Monzón, Mequinenza, Lleida o Montearagón son exponentes extraordinarios de arquitectura defensiva, y todos ellos ocupan el punto culminante de marcadas muelas rocosas de forma perfecta. El juego entre montaña y fortaleza crea un perfil y un paisaje singular que destaca en el horizonte a kilómetros de distancia. Desde mucha distancia es que ví por primera vez la fortaleza, viniendo en autobús de visitar Monzón, precisamente. No pudo ser aquel día y pospuse mi visita para un mejor momento, que fue una tarde templada y tormentosa de principios de junio. Aparqué cerca, y comencé a caminar. La ascensión se hace amable, endulzada por la recompensa de una visita que, al menos cuando la hice, era libre en casi todo el recinto. Pocas cosas me resultan más frustrantes que acercarme a un monumento y encontrar una cancela que impide el paso. Castillos extraordinarios y arruinados que, sencillamente, no son visitables. Por suerte no es, o al menos no era el caso de Montearagón, y la visita se hace de forma libre, descubriendo cada rincón y manteniendo la esperanza infantil de hallar alguna ruina o vestigio hasta entonces desconocido. Recorro el castillo, lo dejo atrás y trepo a la colina que a él se enfrenta, al sur, para gozar de la fortaleza a la altura de mi mirada. La panorámica espléndida recoge, como telón de fondo, la línea de cumbres de Guara. El espectáculo es total y me siento en el corazón del reino, tocando con los dedos la gran historia de esta tierra. El viento mece algunos matorrales y susurra de forma discreta. El sol viene y va horadando las nubes oscuras y amenazantes. Los elementos se alían a mi favor para regalarme una experiencia inolvidable.
© 2017 Jaime Tello García
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