CIRIA Las tierras de Castilla reciben por Ciria al viajero que venga de Aragón. La antigua vía férrea circulaba cercana al pueblo, pero la moderna carretera nacional que conduce a Soria pasa de largo y un desvío a la derecha, a poco de pasar el puerto que hace de frontera entre dos reinos, me acerca en pocos kilómetros hasta aquí. Ciria es, por tanto, pueblo fronterizo y de paso, de caminos que comunicaban la península, de ventas y parada y …
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CIRIA
Las tierras de Castilla reciben por Ciria al viajero que venga de Aragón. La antigua vía férrea circulaba cercana al pueblo, pero la moderna carretera nacional que conduce a Soria pasa de largo y un desvío a la derecha, a poco de pasar el puerto que hace de frontera entre dos reinos, me acerca en pocos kilómetros hasta aquí. Ciria es, por tanto, pueblo fronterizo y de paso, de caminos que comunicaban la península, de ventas y parada y fonda. Su caserío permanece escondido entre sierras y los meandros del Manubles, río aragonés que nace soriano y que aquí forma una hoz con forma de cuña, palabra cuya forma vascuence parece corresponderse con el topónimo que trajeron del norte las gentes que repoblaron el lugar. Lo primero que encuentro es la Ermita de la Virgen de la Serna, edificio grande y notable, y después, en lo alto, los muros de su Castillo roquedo, que se me antoja algo alejado del casco urbano aunque luego, en mi paseo, no resulta estar tan lejos. Unos perros poco amigables salen a mi encuentro, y entiendo su desconfianza ya que, intuyo, pocos visitantes ajenos al pueblo deben recibir por aquí en este lugar apartado al que se ha de acudir con intención. Dejo el coche algo lejos de los canes, cuya atención siempre ha tendido a incomodarme, y comienzo a pasear por el pueblo. Descubro la belleza de sus calles y edificios que, al menos en la parte más baja del pueblo, se mantienen bien conservados con escasos ejemplos de abandono. La parte alta es otra cosa. Tras la iglesia gótica de Santa María, y hasta la cima del cerro aparecen decenas de casas ruinosas que, si no echara la vista hacia el resto del pueblo, diría que se corresponden con un lugar totalmente abandonado. La maleza ha tomado los muros, los techos han caído y la estampa es tan triste como pintoresca.
El Manubles ha erosionado la montaña de forma tan caprichosa que desde el nuevo depósito de agua me resulta difícil saber si en el camino hacia al castillo encontraré algún obstáculo importante. No obstante emprendo la marcha y tengo suerte, en pocos minutos me adentro en la fortaleza. Me alegra comprobar que nadie impide el acceso, me disgusta encontrar castillos arruinados en los que, por capricho de propietarios poco receptivos, se hace imposible la visita. El recinto del castillo no es muy amplio, limitado por el borde del cañón que cae sobre el valle, y en su base anidan numerosos buitres que observo de cerca con gran curiosidad. No debe ser muy transitado este lugar ya que la hierba es abundante y está poco pisada. La forma de la fortaleza se adapta a la orografía y la piedra de mampostería levanta sus muros, material de escaso ornato que parece indicar quizá un origen puramente defensivo más que residencial en su concepción. Y vuelvo al pueblo satisfecho de haber recorrido el castillo, y desciendo por sus calles hasta alcanzar mi querido coche, me muevo con él hasta una cota en la que logro una visión frontal del caserío coronado por la iglesia y marcho pensando que he descubierto un lugar mágico y oculto, de aire medieval y naturaleza salvaje.
© 2017 Jaime Tello García
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