ANSÓ Ansó es un pueblo grande que anda algo despoblado, aunque no tanto como cabría esperar por su emplazamiento remoto. Aún le quedan poco más de quinientos vecinos de los casi dos mil que llegó a albergar a principios del siglo XX. El casco urbano es, por tanto, de grandes dimensiones y se extiende sobre una importante muela rocosa en un meandro del río Veral, a casi 900 metros de altitud. Su nombre tiene reminiscencias legendarias. De lugar mágico y …
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ANSÓ
Ansó es un pueblo grande que anda algo despoblado, aunque no tanto como cabría esperar por su emplazamiento remoto. Aún le quedan poco más de quinientos vecinos de los casi dos mil que llegó a albergar a principios del siglo XX. El casco urbano es, por tanto, de grandes dimensiones y se extiende sobre una importante muela rocosa en un meandro del río Veral, a casi 900 metros de altitud. Su nombre tiene reminiscencias legendarias. De lugar mágico y remoto, oculto y singular. Un viejo rincón perdido en los Pirineos en un viejo Reino, el de Aragón. Endemismo entre valles que se ha valido de esa singularidad para ganar la partida al éxodo rural y florecer como destino turístico. Ansó es su gente y paisaje, su patrimonio y su entorno natural. Llegué a Ansó desde Hecho por una carretera sinuosa aunque bien conservada. Pasé de largo y visité Fago, que percibía como fin de camino y aperitivo antes del premio gordo. A la vuelta paré en Ansó e hice fonda en uno de los pocos lugares abiertos, un ultramarinos adaptado a las demandas del turismo moderno. Y dejé Ansó por la carretera complicada y mal conservada que corre paralela al río Veral y que se encañona peligrosamente por la Foz de Biniés. Entretanto tuve tiempo de recorrer todo el pueblo y disfruté con las vistas hacia el exterior del casco urbano y con los bellos rincones de su callejero. El paisaje de sus callejas y plazas adaptadas a la muela en la que se asienta Ansó está a la altura de la hermosa panorámica del entorno, de las paredes boscosas que jalonan el entorno y del telón omnipresente de los Pirineos. Pueblo y paisaje en perfecta comunión. Y dentro del pueblo tuve la sensación de haberme perdido en un tiempo distinto al mío, aunque eso sí, un tiempo impoluto de pavimentación y rehabilitación casi perfectas. El peligro que corren pueblos como Ansó es ensimismarse tanto que, al buscar la perfección, pierdan la magia del pasado. Ansó camina sobre la fina línea que separa tradición e impostura. Por suerte no la ha cruzado y aún no se ha convertido en un pueblo museo tan inerte como impropio de un entorno tan singular, tan vivo.
Los muros de sus casas y edificios civiles y religiosos guardan la larga historia de una villa de origen medieval, ganadera, forestal y trashumante. En el extremo sur se alza la mole de San Pedro, Iglesia Parroquial gótica, del tránsito de los siglos XV a XVI y que por momentos remite a una antigua fortaleza. El torreón medieval, el ayuntamiento y algunas casonas despuntan en un casco urbano en el que la estrella es la arquitectura popular. Grandes casas de piedra, a veces encaladas, y con frecuencia separadas por estrechos corredores llamados "arteas". Fachadas decoradas con bellos balcones y mil y un detalles. En lo alto, grandes aleros y las famosas chimeneas troncocónicas, emblema de estos valles. Y a mis pies, las calles empedradas, al igual que las fachadas, que forman un hermoso conjunto orientado a la segunda residencia y al turismo. Un paseo delicioso.
© 2017 Jaime Tello García
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