GIMIALCÓN Decenas de veces he avistado el perfil de Gimialcón, asomado con discreción sobre la loma en que se asienta, en mi camino por la flamante autovía entre Madrid y Salamanca. En la época en la que vivía en Salamanca, me propuse que en alguno de mis viajes a Madrid, que por entonces se hacían por la vieja nacional, me detendría a conocer y retratar los pueblos que jalonan la vía. Esperé a 2014 a dar el paso, y en …
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GIMIALCÓN
Decenas de veces he avistado el perfil de Gimialcón, asomado con discreción sobre la loma en que se asienta, en mi camino por la flamante autovía entre Madrid y Salamanca. En la época en la que vivía en Salamanca, me propuse que en alguno de mis viajes a Madrid, que por entonces se hacían por la vieja nacional, me detendría a conocer y retratar los pueblos que jalonan la vía. Esperé a 2014 a dar el paso, y en una sola tarde, una de esas interminables tardes de junio, visité todos los pueblos entre Gimialcón y Aveinte. Comencé por Gimialcón. Descubrí un pueblo pequeño, que debió correr mejor suerte. No llegan a cien los vecinos que pueblan sus casas. Es triste comprobar que fueron casi quinientos en sus tiempos de esplendor, cuando los niños corrían por sus calles. Aquellos niños traen hoy a sus hijos y nietos al pueblo, y le devuelven la vida aunque sea de forma efímera.
Gimialcón es el último pueblo abulense de la comarca de la Moraña antes de adentrarnos en la provincia de Salamanca. Comarca mudéjar que se manifiesta en el techado y la fábrica de su Iglesia de de la Asunción, levantada entre los siglos XV y XVI. El edificio, al parecer, guarda un fabuloso artesonado que no tuve la ocasión de conocer y que denota la antigüedad del poblamiento. Según se cuenta, mezclando historia y leyenda, el lugar debió ser propiedad de un conde que poseía un preciado halcón, y a la muerte del pájaro tan afligido estaba el noble que no pudo sino llorar amargamente su pérdida. Gemía por su halcón, y de paso daba nombre a su posesión. Otras fuentes sin embargo hablan del Hijo de Halcón, Xemen según su raiz vascuence.
Tras la iglesia se levantan algunas viejas casas cuyas jambas y enrejados delatan su noble origen y ponen de manifiesto que por allí debió morar alguien que fue importante en la vida del pueblo. ¿Sería el famoso conde o alguno de sus descendientes? En mi paseo por el pueblo, que fue largo y minucioso, no me crucé con un alma, tal vez porque era la hora de la siesta veraniega y allí no se movía ni una rama. Tan sólo un ciclista que se dejaba caer por la cuesta del puente que salva la autovía y que, tras dejar atrás el pintoresco abrevadero, se adentró en el pueblo. Me entusiasman estas visitas en soledad, escuchar tan sólo el rumor lejano de coches pasando por la nueva autovía y el ladrido de algún perro reclamando atención.
© 2017 Jaime Tello García
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